Sin titulo 2

La última vez que estuve en esa casa tenía 13 años, y hoy, hoy regreso a ella.

Mis últimos momentos en esa casa quedaron grabados en mi memoria, y por unos años, unos largos años, me bloqueé para no pensar, para no recordar, para no horrorizarme. Esta vez, esta visita, es parte de mi terapia, dicen que ver que ya no pasa nada allí me ayudará a destraumatizarme, a perderle el terror a las casas antiguas, esos lugares vacíos, misteriosos, silenciosos, donde el pánico no te deja oír tus propios pensamientos, y el sudor helado que corre por tu espalda te paraliza.
Hoy, voy a volver a la casa donde mis temores se hicieron realidad, donde mi corazón se aceleró, y mis pensamientos dejaron de fluir. Pero lo que más me angustia de esa residencia es lo que yo llamo el terror ciego, mi sobresalto cada vez que pienso en esta, aunque no recuerde qué pasó allí. Me acuerdo de haber entrado con mi hermano, y haber salido solo, pero lo que sucedió dentro de la mansión, sé que fue terrible, pero eso es todo lo que sé.
-Vamos a tener que tomar una medida drástica en tu caso. Vamos a tener que enfrentarte a tu miedo, y esperar que tu memoria no se destruya -esta vez- para siempre.- dijo mi psiquiatra.
Él es conocido por “Hacer milagros”, dicen muchos, pero yo sólo confío en lo seguro, yo sólo confío en la opinión de aquellos tratados por él. Desafortunadamente, mi madre no lo ve de ese modo, como siempre lo hizo, se guía por las masas, como una oveja en un rebaño, y es por eso que, sin saberlo, me está confinando a sueños estáticos en la cama de un hospital por lo que me resta de vida.
Tomó más de 20 horas de terapia para que hablara con el Dr. Quibstein acerca de mi terror ciego, y 180 horas después, él dice que estoy listo.
- Pensalo así: es sólo cruzar una puerta- Me recomienda el más reconocido psicólogo del país, a un acuadra de nuestro destino.
-Sí, una puerta, abrir una puerta y prepararme a correr el mayor riesgo de mi vida.
No respondió, era claro que ni él confiaba en su técnica, que los dos sabíamos que esto no iba a funcionar, que era su conejillo de indias, y que por eso no se atrevía a decirme que todo estaría bien.
Llegamos. El exterior de la edificación se veía igual a como estaba hace tantos años, en ruinas, paredes fúnebres y descuidadas.
Abrió la puerta. Se puso atrás mío, y me empujó suavemente, invitándome a entrar. Di un paso adelante, miré alrededor. Subí las escaleras, mi mano en el barandal, apreciando la magnificencia que hubiese tenido, hace muchos años, la sala de estar. Silla de estilo, araña de cristal, una bella obra de arte...
Entré en lo que había sido, en alguna época, el cuarto principal: el cubierto con una alfombra cuyo tono rojo vibrante se habia convertido en un bordó oscuro, un tocador para la dama, la cama deshecha, y las sábanas de seda en el piso, manchadas en sangre. Pude escuchar los gritos en mi mente, retumbando en toda la casa.
La agonía y la desesperación me llenaron el cuerpo. No pude hacer nada más. Rubén me llamó, quise contestar, pero no pude. Subió a la recámara, donde me encontró en el piso, reclinado contra la pared, completamente petrificado.
Eso es todo lo que sé.